Después nos acercamos a las hojas de tuna, viejas y polvorientas, como esa iglesia solitaria q nos llamaba la atención y por el que nos habíamos escapado de clases. Escribimos sobre ellas nuestros nombres, q nos queríamos q éramos felices. Como si eso eternizara lo nuestro. Luego, ella se dio cuenta de algo: que aquellas hojas en las que las personas ponían sus nombres se estaban secando y otras estaban muertas. Y se alejó con brusquedad, y no quiso poner nada sobre ellas. No le di importancia. Sus ojos asustados dieron a entender que me amaba, q nos alejaramos de aquel sitio. Supe ahi q me amaba en serio. Y le di un beso. Muchos besos. Y un abrazo, como le gustaba a ella. Luego subimos al cerro destinada para los peregrinos.
viernes, 1 de septiembre de 2017
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