La
viuda de Márquez
Edwin
Callizaya
Fue en Jaruma que oí hablar de Victoria
Ocampo y, muchos años después, allí mismo la conocí. Se presentó como la viuda
de Márquez y nos quedamos charlando, por algunas horas, en el autobús, entre la
gente desconocida. Que no vestía como viuda, sí; de negro, no, sino una blusa
naranja o un suéter cautivante. No tenía marido, lo decía con su simpática
sonrisa.
¡Sus veinte años parecían de diecisiete!
Si el autobús en el cual íbamos no lograba
pasar la montaña de Oscarin, estaba seguro de compartir la noche con ella,
quizá hablando de cualquier cosa. Y yo tenía esa suerte, la suerte de que si
una mujer se fijaba en mis ojos o despertaba en mis brazos o bien en mi cama.
Al poco tiempo, como creí que sucedería, el autobús se plantó y nosotros nos
quedamos charlando, en los viejos asientos. Finalmente, cuando los pasajeros
desaparecieron al azar y el pequeño pueblo quedó en penumbras, Victoria me
invitó a pasar en una casa vieja que había pertenecido a su difunto esposo.
Una anciana sorda y muy viejísima nos
abrió. Parecía no ver nada o no le importó que yo estuviera allí. Victoria
tampoco se molestó en presentarme. Ingresamos a una sala polvorienta. Luego,
ella puso la caldera en la cocina y, cuando hubo hervido, me invitó un café
casi perfumado por su aroma. Lo hizo en silencio, mientras yo le observaba: era
una mujer hermosa, bastante joven para ser viuda, de mirada pícara y rostro
angelical.
La noche había de comenzar con un frío
intolerable, las pocas tiendas habían cerrado sus puertas antes de que se
inundaran de polvo. Aquel café nos envolvió en un extraño calor, un sudor
romántico, y mis ojos se embrujaron con el respirar de aquella divina. Victoria
Ocampo y yo éramos dos sustantivos olvidados en un amplio ambiente pintado del
color del barro. Más tarde encendería el horno y pronto comenzaría la charla
ocasional, junto al fuego, la noche entera. Y al alba, nos quedaríamos dormidos
en los sillones, con sola compañía de las cenizas de la madrugada.
Sin embargo, la noche era nuestra. Me
invitó pasar por un pequeño pasadizo, junto a un ropero viejo: era una puerta
secreta. Una vieja biblioteca, de muebles polvorientas, de retratos, de libros,
de cuadernos, se abrió ante nuestros ojos. Mientras recorríamos el amplio
salón, buscando algo que Victoria no mencionaba, sentí de pronto que alguien
nos miraba, quizá un simple retrato de un hombre, colgado en la pared, por
encima de los libros más gruesos.
Victoria era la mujer más perfecta, su
figura fugas se deslizaba por la habitación con gran deleite. Desde el primer
momento quedé atrapado por la hermosura de su rostro. De rato en rato nuestros
ojos se encontraban entre la luz difusa que forzaba la farola. Como cualquier
hombre, mi corazón se agitaba con desmedida lentitud, me preguntaba si ella
tendría ganas de estar conmigo, aquello ¿estaba premeditado?, ¿cuánto tiempo no
había estado con un hombre?, ¿pasaría algo entre nosotros? Con la fragilidad
con que pueda adornar una flor una noche como esa, me enseñaba los infinitos
documentos que guardaba aquella habitación. Pero había uno en la que ella puso
los ojos y me la entregó a las manos, mirándome fijamente, con un rose elegante
de sus dedillos, tan delgadas y puras.
Luego regresamos a la sala, junto al
fuego. Me hubiera encantado quedarme en ese rinconcito donde muchas veces había
trabajado aquel Márquez, pero ya era bastante el frio como para permanecer más
tiempo en ese cuchitril.
Victoria Ocampo me confesó que el hombre
del retrato era su esposo, y mientras desempolvaba un folder de documentos, me
confesó que éste era prueba única de su soledad. El hombre le habría sido
infiel.
Además, sospechaba de una supuesta muerte,
tan fingida como para borrarse de su presencia y huir con su amante. ¿Quién
quería separarse de una mujer tan bella? En frente de esa fogata pude ver la
figura angelical de la señora Márquez, tan dulce, tan perfecta, tan toda hecha.
Cierto o no, quedé asombrado por toda
aquella historia que oí aquella noche. Había sido una mañana de invierno en que
sonó el teléfono y le comunicaron que había muerto el esposo y que en dos horas
lo enterrarían. Esta noticia casi le había provocado un infarto. Estaba a dos
días de viaje y aunque quisiera no podría llegar a tiempo. Prefirió no ir, pero
cuando lo pensó mejor, horas después, alistó su maleta y se marchó. Al llegar
allí, se encontró solamente con la tumba, con la cruz y con el nombre de su
esposo escrito en una extraña roca. Al principio parecía inapelable su muerte,
luego empezó a dudar por unas cartas que encontró en uno de los sacos del
Márquez, en ella una tal Áliz-Masad, quien habría sido la última amante, le
decía tener a la hija enferma. «Solo la muerte y el abandono de lo que fue
puede unir nuestro amor desmedido», le decía. Entre otras cosas, todo parecía
indicar que su esposo no estaba muerto.
Aquella noche pudimos comprender
evidentemente sobre la desaparición premeditada de aquel hombre indigno. Una
desaparición repentina y acaso provocada. Una leve lágrima cayó de sus ojos
atentos, mientras me acercaba para consolarla. Sus largos cabellos y su
exuberante perfume pronto se mecían largamente en mi pecho, desnudos, de calor
y frio, de dolor y felicidad. Caímos agotados y bien dormidos al maravilloso
borde de aquella fogata moribunda, como si la noche fuera la única que teníamos
para vengarnos o para machacar lo que habían tejido nuestros ojos.
No quiero decir que yo fuera un afortunado
por llegar a ella o es ella quien planificó nuestro encuentro.
En Jaruma todo el mundo conocía a Victoria
y ella a mí, a través de un primer libro ontológico que ella había adquirido en
una de las ferias del libro. Y ahora, en este instante, en que ella duerme
tiernamente junto a mí, puedo comprender quién planeo este encuentro y todos
los que han venido y vendrán. La vida, vista en un pedazo de instante, cuando
está cargada de dicha, no tiene importancia el resto.
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