viernes, 17 de abril de 2020

La viuda de Márquez


La viuda de Márquez
Edwin Callizaya
Fue en Jaruma que oí hablar de Victoria Ocampo y, muchos años después, allí mismo la conocí. Se presentó como la viuda de Márquez y nos quedamos charlando, por algunas horas, en el autobús, entre la gente desconocida. Que no vestía como viuda, sí; de negro, no, sino una blusa naranja o un suéter cautivante. No tenía marido, lo decía con su simpática sonrisa.
¡Sus veinte años parecían de diecisiete!
Si el autobús en el cual íbamos no lograba pasar la montaña de Oscarin, estaba seguro de compartir la noche con ella, quizá hablando de cualquier cosa. Y yo tenía esa suerte, la suerte de que si una mujer se fijaba en mis ojos o despertaba en mis brazos o bien en mi cama. Al poco tiempo, como creí que sucedería, el autobús se plantó y nosotros nos quedamos charlando, en los viejos asientos. Finalmente, cuando los pasajeros desaparecieron al azar y el pequeño pueblo quedó en penumbras, Victoria me invitó a pasar en una casa vieja que había pertenecido a su difunto esposo.
Una anciana sorda y muy viejísima nos abrió. Parecía no ver nada o no le importó que yo estuviera allí. Victoria tampoco se molestó en presentarme. Ingresamos a una sala polvorienta. Luego, ella puso la caldera en la cocina y, cuando hubo hervido, me invitó un café casi perfumado por su aroma. Lo hizo en silencio, mientras yo le observaba: era una mujer hermosa, bastante joven para ser viuda, de mirada pícara y rostro angelical.
La noche había de comenzar con un frío intolerable, las pocas tiendas habían cerrado sus puertas antes de que se inundaran de polvo. Aquel café nos envolvió en un extraño calor, un sudor romántico, y mis ojos se embrujaron con el respirar de aquella divina. Victoria Ocampo y yo éramos dos sustantivos olvidados en un amplio ambiente pintado del color del barro. Más tarde encendería el horno y pronto comenzaría la charla ocasional, junto al fuego, la noche entera. Y al alba, nos quedaríamos dormidos en los sillones, con sola compañía de las cenizas de la madrugada.
Sin embargo, la noche era nuestra. Me invitó pasar por un pequeño pasadizo, junto a un ropero viejo: era una puerta secreta. Una vieja biblioteca, de muebles polvorientas, de retratos, de libros, de cuadernos, se abrió ante nuestros ojos. Mientras recorríamos el amplio salón, buscando algo que Victoria no mencionaba, sentí de pronto que alguien nos miraba, quizá un simple retrato de un hombre, colgado en la pared, por encima de los libros más gruesos.
Victoria era la mujer más perfecta, su figura fugas se deslizaba por la habitación con gran deleite. Desde el primer momento quedé atrapado por la hermosura de su rostro. De rato en rato nuestros ojos se encontraban entre la luz difusa que forzaba la farola. Como cualquier hombre, mi corazón se agitaba con desmedida lentitud, me preguntaba si ella tendría ganas de estar conmigo, aquello ¿estaba premeditado?, ¿cuánto tiempo no había estado con un hombre?, ¿pasaría algo entre nosotros? Con la fragilidad con que pueda adornar una flor una noche como esa, me enseñaba los infinitos documentos que guardaba aquella habitación. Pero había uno en la que ella puso los ojos y me la entregó a las manos, mirándome fijamente, con un rose elegante de sus dedillos, tan delgadas y puras.
Luego regresamos a la sala, junto al fuego. Me hubiera encantado quedarme en ese rinconcito donde muchas veces había trabajado aquel Márquez, pero ya era bastante el frio como para permanecer más tiempo en ese cuchitril.
Victoria Ocampo me confesó que el hombre del retrato era su esposo, y mientras desempolvaba un folder de documentos, me confesó que éste era prueba única de su soledad. El hombre le habría sido infiel.
Además, sospechaba de una supuesta muerte, tan fingida como para borrarse de su presencia y huir con su amante. ¿Quién quería separarse de una mujer tan bella? En frente de esa fogata pude ver la figura angelical de la señora Márquez, tan dulce, tan perfecta, tan toda hecha.
Cierto o no, quedé asombrado por toda aquella historia que oí aquella noche. Había sido una mañana de invierno en que sonó el teléfono y le comunicaron que había muerto el esposo y que en dos horas lo enterrarían. Esta noticia casi le había provocado un infarto. Estaba a dos días de viaje y aunque quisiera no podría llegar a tiempo. Prefirió no ir, pero cuando lo pensó mejor, horas después, alistó su maleta y se marchó. Al llegar allí, se encontró solamente con la tumba, con la cruz y con el nombre de su esposo escrito en una extraña roca. Al principio parecía inapelable su muerte, luego empezó a dudar por unas cartas que encontró en uno de los sacos del Márquez, en ella una tal Áliz-Masad, quien habría sido la última amante, le decía tener a la hija enferma. «Solo la muerte y el abandono de lo que fue puede unir nuestro amor desmedido», le decía. Entre otras cosas, todo parecía indicar que su esposo no estaba muerto.
Aquella noche pudimos comprender evidentemente sobre la desaparición premeditada de aquel hombre indigno. Una desaparición repentina y acaso provocada. Una leve lágrima cayó de sus ojos atentos, mientras me acercaba para consolarla. Sus largos cabellos y su exuberante perfume pronto se mecían largamente en mi pecho, desnudos, de calor y frio, de dolor y felicidad. Caímos agotados y bien dormidos al maravilloso borde de aquella fogata moribunda, como si la noche fuera la única que teníamos para vengarnos o para machacar lo que habían tejido nuestros ojos.
No quiero decir que yo fuera un afortunado por llegar a ella o es ella quien planificó nuestro encuentro.
En Jaruma todo el mundo conocía a Victoria y ella a mí, a través de un primer libro ontológico que ella había adquirido en una de las ferias del libro. Y ahora, en este instante, en que ella duerme tiernamente junto a mí, puedo comprender quién planeo este encuentro y todos los que han venido y vendrán. La vida, vista en un pedazo de instante, cuando está cargada de dicha, no tiene importancia el resto.


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